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Opiniones 1

Opiniones I ¿Qué es más grosero que ignorar a una persona cuando te habla? Vas caminando por la calle, hundido en tus pensamientos, defendiendo tu momento, tu espacio. Alguien te habla, pero decides no responder. No le devuelves ni una mirada, ni un gesto, ni siquiera el desprecio. Lo ignoras. Lo anulas. En ese instante se parte la voluntad del ser humano: por un lado, el que no quiere compartir ni el aire con otro; por el otro, el que exige atención, que implora ser visto, escuchado, validado… sin importar nada de lo que te pase a ti. Dos cuerpos, dos conciencias, dos historias cruzadas por azar o destino. Unidos por un instante que puede ser tan breve como devastador. ¿Quién es digno de ayuda? ¿Y qué es la gratitud en ese contexto? La gratitud —esa palabra enorme que nos enseñaron desde la infancia— puede volverse tan relativa como el discurso que se usa para invocarla. ¿Quién cuenta la verdad cuando pide algo en la calle? ¿Quién puede jurar que no está mintiendo? Y más aún: ¿quién t...

C.L.

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C.L. Aquella tarde, el cielo se tornó gris. De un día soleado pasamos, sin aviso, a un clima tormentoso. Ráfagas de viento tan feroces golpeaban el cuerpo como clavos hundiéndose en madera. La tierra misma se estremeció como nunca antes. No parecía un evento natural. El temblor era como si dos mil cabezas de ganado galoparan a centímetros de nuestros pies. Y luego… sentimos frío. Un frío que no venía del aire, sino de dentro. No había calor, no había sol, y mucho menos luz. La esperanza se había ausentado. Todo esto lo vi con mis propios ojos. Ya no tenía la vista dañada. No puedo decir que fue un milagro —pues ni siquiera se nos permite creer en tales cosas—, pero si pudiera usar una sola palabra para describir lo que sucedió… sería esa: milagro. Aquel fluido que tocó mi rostro… ahora pienso que no debió haberse desperdiciado en alguien como yo. Ahora pienso que cometimos un error. Pero hablar de ello sería una ejecución inmediata. Y no importaría. Porque quizás… lo merezca. Nuestra m...

El artista

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El artista —¡Necesitamos una colección nueva! —gritó una voz, firme como un látigo. —Tus otras obras se vendieron bien. Esperamos que esta también. ¡Ya hay clientes esperando! —añadió otra, impetuosa y voraz. —Necesito un descanso... —fue la única voz distinta: cansada, quebrada—. No puedo continuar con este ritmo. Me arden las manos, la cabeza es un tambor sin fin. Dejó de comer por intentar plasmar esa realidad que, a veces, apenas logro vislumbrar… cuando mis pensamientos se calman, cuando el silencio me permite mirar hacia adentro. —¡No nos importa! ¡Pintarás hasta que no puedas levantar un pincel! —sentenció una tercera voz, más grave, más firme, más inhumana. El pintor se levantó. Su cuerpo era una ruina: hombros vencidos por la gravedad, columna doblada como rama seca, pasos arrastrados por el peso de un alma en descomposición. Tomó el pincel. La pintura goteaba. No era pintura. Eran lágrimas que no sabían llorarse. Gotas que diluían la paleta, deformando los colores, ensuciando...

Un nuevo amanecer

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Un nuevo amanecer Han pasado 37 noches desde que nuestro barco sufrió una avería. Pudimos salir en los botes salvavidas antes de que se hundiera. Tomamos lo que pudimos; algunos audaces se aventuraron a rescatar algo de la cocina mientras el barco, poco a poco, era devorado por el inmenso océano. El fuerte oleaje golpeaba el casco con la misma furia que aquel viento intenso que derrumba cualquier árbol a su paso. Tres botes alcanzamos a salir. Muchos no corrieron con la misma suerte. Durante nuestra marcha, divisamos una isla y navegamos hacia ella. Esperábamos encontrar alguna forma de regresar a casa. No fue así. Nuestro “asentamiento”, hecho de palmeras caídas, lodo y hojarasca, era el recuerdo más cercano que teníamos de la civilización. La hoguera fue la cúspide de nuestra evolución ahí. Un señor que, en su juventud, fue parte de un movimiento scout, sabía cómo encender una fogata y tenía un conocimiento vago y antiguo sobre la supervivencia en la naturaleza. Las noches eran un as...

Carta de una joven

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Carta de una joven Eran tiempos de guerra. Nuestro pueblo no había conocido descanso. Los conflictos llevan más tiempo del que yo llevo viva. Se hablan de ellos en textos antiguos, escritos en una lengua que ya no usamos. En la escuela —si así se le puede llamar— nos explicaban por qué existía este odio, por qué el conflicto era parte de nuestra tierra, de nuestra sangre, de nuestra etnia. Nos enseñaban que no debíamos rendirnos, que pelear era nuestra forma de existir. Pero para mí, todo eso era insignificante. En aquella etapa de mi vida solo quería jugar, ayudar en casa. Las mañanas eran para estar con papá, arreando el ganado, cargando los botes de leche hasta el mercado. A veces, con mamá y las demás mujeres del pueblo, preparábamos comidas para las celebraciones religiosas. Había momentos de alegría. Pocos, sí, pero reales. El clima no puedo juzgarlo mucho: es lo único que conocí. Tormentas de arena, un sol que abrazaba hasta arder, un aire cálido que parecía pesar. Pero las noch...

Omnes una monet nox

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Omnes una manet nox (“Una misma noche nos espera a todos”) —Pónganla en la mesa —ordenó el padre. El ritual estaba por comenzar. Los fieles ya ocupaban sus lugares, murmurando un cántico que se intensificaba con cada repetición: —Morituri te salutant... Morituri te salutant... La vibración era colectiva. Ardía bajo la piel. Retumbaba en los cimientos de aquella iglesia gótica, cuyas columnas parecían latir con cada eco. Era una construcción solemne: piedra negra y cantera tostada, con altos salientes afilados como lanzas. Mármol blanco esculpido en figuras masculinas y adultas, de rostros severos. La fachada era sombría, pero majestuosa. Las puertas, talladas con inscripciones en latín, eran de madera antigua, casi negra, y pesaban como secretos. Los vitrales, opacos pero sugestivos, mostraban a los antiguos sacerdotes de la Orden, a los caballeros mártires de la guerra santa, y a los símbolos sellados que solo los iniciados sabían interpretar. El padre —guía, protector y voz de la Ord...

Ataque en Xochi-ï XII

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Nuestro mundo es Xochi-ï XII, llamado así por nuestro gran creador y guardián. Era la cuarta luna del feriado Tlal-ïx. Las estrellas vibraban resplandecientes: destellos de colores que estallan como chispas de hoguera, iluminando el cielo con un fulgor que parecía llamar a los antiguos. A lo lejos se deslizaba el cometa 1316 Axtchik, cada bisaño nos visitaba y anunciaba las festividades. El aire olía a flor de canal y a misterio. Éramos un gran pueblo. Pero esa noche... todo cambió. Llegaron desde el firmamento unas naves extrañas, de brillo rojo y formas imposibles. No eran aves ni cometas. Eran objetos de otro mundo, con piel metálica como nuestras espadas, pero más pura, más viva. Se asentaron al sureste de nuestra ciudad, como si ya hubiesen estado aquí antes, reclamando territorio perdido. Entonces, una compuerta se abrió. Del interior emergió una figura. Más alta que cualquiera de nosotros. Su piel era de un gris denso, casi azulino, cubierta por una textura escamosa y húmeda, co...